Heidelberg es la ciudad donde se encuentra el barril de vino más grande del mundo, donde hay un castillo con una torre partida en dos por un rayo, donde se encuentra la primera universidad de Alemania, donde no se sufrieron las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, donde te encuentras una estatua de un
Alte Affe (mono viejo) y donde puedes hacer amigos refugiándote bajo un paraguas cuando llueve.
En Heidelberg se pueden ver muchas cosas, entre ellas las más destacadas: el
Schloss (castillo), el puente viejo y su puerta monumental tantas veces renovada como destruida por las inclemencias del tiempo, la Iglesia del Espíritu Santo, varias plazas con sendas fuentes o monumentos en su epicentro, la universidad (digna de ver ya que es la más antigua del país), el
Grosse Fass o barril grande...
Lo que no te cuentan las guías son aquellos pequeños detalles, que además también suelen perderse en la memoria de la gente al relatar su visita a los oyentes, y que son lo que más sabor aporta a tan delicioso plato. Detalles como que en cada esquina puedes oler la historia de una ciudad muy antigua, donde aún quedan resquicios de tiempos inmemoriales en los que los estudiantes eran castigados por sus comportamientos inadecuados en una cárcel habilitada para ello, donde el empedrado de las calles hace resonar en tus oídos los cascos de los caballos que ya hace mucho que no pasan por allí tirando de carruajes, donde llevan la cuenta de hasta dónde llegaba el borde del río como los niños que marcan en la pared cuánto han crecido en los últimos meses. No te hablan del olor que desprenden las piedras de sus calles y sus edificios cuando llueve, de sus residenciales casonas que brillan con luz propia de
años de fastuosidad sobre nubes grises de
Gewitter (tormenta eléctrica), de los ventanales espectaculares de la Iglesia del Santo Espíritu, de los 303 escalones que debes superar para llegar al siguiente nivel y que se abran ante tí las puertas del castillo. Nadie comenta ése aire de realeza que se puede respirar allá por donde vayas...
Sí, es cierto que la gente hablará del
Heidelberger Schloss y su belleza, pero no te comentarán: sabías que tiene una torre que fue partida por un rayo y se conserva intacta en el mismo lugar
donde cayó? Sí te contarán del río Neckar, que es un afluente del Rin, y que nace del Danubio, pero nadie te dirá: resulta que el 28 de Diciembre de 1882, día de los Inocentes, el cauce del río llegaba a los 5 metros y 70 centímetros. Todos serán capaces de recordar que en la Marktplatz hay una iglesia, y muchos serán incluso capaces de recordar su nombre,
Heiliggeistkirche, pero poca gente sabrá decirte: en el interior verás unos ventanales hermosos, uno de ellos tiene una extraña referencia a
E=MC², y además encontrarás una pared de los deseos, donde podrás añadir el tuyo propio.
Heidelberg tiene un encanto doble, el encanto de aquello hermoso a simpl
e vista y monumental, y aquél encanto de las pequeñas cosas, que por suerte a día de hoy cada vez más gente sabe apreciar. Chocolaterías. Tiendas de
sussigkeiten (dulces). Charcuterías a rebosar de tantos quesos que la nariz no te da para olerlos todos. Edificios en el que cada piedra puede contarte la historia de su vida. Ventanas con macetas con flores. Casas tan antiguas que sus actuales dueños no recuerdan a los primeros. Relojes de sol.
Ruinas no tan ruinosas. La combinación de lo antiguo y lo moderno en completa simbiosis.